
Cuando el poder legislativo y el gobierno aceptan y satisfacen en forma de ley o de decreto alguna nueva petición salida de la conciencia pública, es después de innumerables reclamaciones, de agitaciones extraordinarias, de sacrificios mil del pueblo. Y cuando los gobernantes se han decidido a decir sí, a reconocer a sus súbditos un derecho y, mutilado y desconocido, lo promulgan en los códigos, casi siempre aquel derecho se ha hecho anticuado, la idea es ya vieja, la necesidad pública de tal o cual cosa no se siente ya, y entonces la nueva ley sirve para reprimir otras necesidades más urgentes que se avanzan, que tienen que esperar a ser esterilizadas, hipertróficas, antes de que las reconozca una ley sucesiva.
Todo aquel que ha estudiado y observado con pasión los partos curiosos y extraños del genio legislativo, las leyes pasadas y las presentes, queda sorprendido al ver el sutil fraude que logra gabelar por derecho el privilegio, por orden el bandidaje colectivo, por heroísmo el fratricidio de la guerra, por razón de Estado la conculcación de los derechos y de los intereses populares, por protección de los honrados la venganza judiciaria contra los delincuentes, que como dice Quetelet, no son más que instrumentos y víctimas, al mismo tiempo, de las monstruosidades sociales.
Y cuando nosotros queremos combatir estos males, causa y efecto juntamente de tanta infamia y de tantos dolores, para derribar todo lo que dificulta el triunfo de la justicia, se nos llama "fautores del desorden".
Cierto; propiedad, Estado, familia, religión, son instituciones que algunas merecen la piqueta demoledora y otras esperan el soplo purificador que las haga revivir bajo otra forma más lógica y humana. ¿Pero querrá esto decir seriamente que se pasaría del "orden al desorden"? ¿Quién no desearía entonces, si se diese voz, tan contrario significado a las palabras, el triunfo del desorden?
Pero si las palabras conservan su significado, no pueden los anarquistas ser llamados amigos del desorden, ni aun considerando esto desde el punto de vista único de revolucionarios. En este histórico periodo de destrucción y de transición entre una sociedad que muere y otra que nace, los actuales revolucionarios son verdaderos elementos de orden. Tienen éstos en sus fosforescentes ojos la visión de la sublime idealidad que hace palpitar el corazón de la humanidad, que la empuja hacia el infinito ascendente camino de la historia.
Después del estampido del trueno, brilla sobre la cabeza de los hombres el bello cielo luminoso y sereno; después de la vasta tempestad que purifique el aire pestilente, estos militantes del porvenir señalan la primavera florida de la familia humana, satisfecha en la igualdad y embellecida con la solidaridad y la paz de los corazones.
(Vuestro orden y nuestro desorden, 1889)