En los últimos años hemos ido abriendo las múltiples muñecas de las que está compuesta la gran matrioska
de la crisis: de la económica, la inmobiliaria o la financiera, las
más conocidas, hemos pasado a la política, la territorial, la
institucional, la cultural, la ecológica y finalmente la social.
La
crisis de acumulación capitalista se reflejó en el Estado español en la
necesidad inherente, también en circunstancias difíciles, a la clase
dominante de no sólo mantener sino reforzar su poder de clase, traducido
en estas tierras en el acaparamiento del 55% de la riqueza social por un 10% de la población,
al mismo tiempo que se cumple con el requisito de devolver a los
capitalistas extranjeros el inmenso volumen de capital que estos
invirtieron aquí. Así, el neoliberalismo vigente durante décadas cogió
carrerilla principalmente en tres aspectos: reducción de los ya
precarios mecanismos de redistribución de la plusvalía hacia la clase
trabajadora (el “gasto social”), mayores tasas de explotación vía
desempleo masivo y cambios legales, y corte del grifo del crédito
bancario, que había disimulado anteriormente la enorme miseria generando
la ficción de que los trabajadores podían ser dueños de una casa y de
que autónomos y pequeños burgueses no eran simples esclavos del capital
financiero.
Hubo que esperar hasta 2011 para que se
produjera una gran oleada de movilizaciones que demostró la enorme
brecha cultural que se estaba abriendo entre la población. Por primera
vez, recorría a lo largo de todo el Estado un grito de protesta con un
valor simbólico y, sobre todo, destituyente: esta revuelta que acogió a
una minoría activa que contaba con un respaldo masivo negaba el carácter democrático y representativo del régimen español, lo que suponía un fuerte golpe al principal pilar ideológico de la dictadura.
Por más que cogiera a políticos y
expertos con el pie cambiado, no se trató de un chispazo momentáneo.
Desde el 2000 se habían venido incrementando el número de
manifestaciones como respuesta indignada a la actuación de los
gobiernos: del Nunca máis al Plan Bolonia, pasando por la
guerra de Irak, las mentiras sobre el 11-M o el movimiento por una
vivienda digna. Una característica compartida por todas ellas era el
relegamiento de los agentes tradicionales, partidos y sindicatos
mayoritarios que, en su calidad de fundadores del orden vigente, son los
paladines del statu quo.
Un rápido apunte histórico. La paz
social que nos es impuesta hoy en día nace con los Pactos de la Moncloa,
donde las organizaciones obreras firmantes se incorporaron
definitivamente a la gestión capitalista, abandonando su carácter de
movilización. Este proceso de confluencia política y sindical no
impidió que desde los primeros momentos se pusieran las bases de una
reacción neoliberal que terminó desbocándose al irse eliminando los
obstáculos que atravesaba con el paso de los años. El argumento, la
gran excusa que lo justificó todo, fue la necesidad de implantar una
“normalización democrática” que trajera aparejada un capitalismo que
homologara a la economía española con las integradas en la Comunidad
Económica Europea.
El 15-M supuso un choque cultural con aquella política. Aquí conviene tener cuidado en no exagerar, pues no
se trató de un movimiento revolucionario ni alentó una gran ruptura,
pero proponía otra manera de ver las cosas que daba posibilidades a
planteamientos radicales. De la noche a la mañana nos enteramos
de la desconfianza que sentía la sociedad en su amplia mayoría hacia
los representantes institucionales, decantándose por tratar sus
preocupaciones en una asamblea rodeándose de iguales. El gesto tuvo una
veta humanística, terapéutica, que seguramente terminó lastrando al
15-M, pero tampoco se debe olvidar que colocó al asambleísmo en la
primera línea política.
La brecha fue abierta, y el momento
político que supuso el 15-M abrió expectativas para nuevos aspirantes a
la gestión estatal burguesa y también alimentó procesos de acción
directa exitosos, como recientemente se ha demostrado en Can Vies y
Gamonal.
No obstante, la llama democratizadora
del 15-M se fue apagando y en su lugar emergieron otros conflictos con
un menor carácter de lucha de clases y más vinculados a rifirrafes en el
interior de la clase dominante. En este sentido, los procesos
soberanistas, dirigidos por formaciones que representan a los capitales
periféricos no suponen, pese al anhelo de libertad existente en los
pueblos, una auténtica ruptura, sino más bien una reestructuración de
líneas de cara a una negociación constituyente. Parece que el concierto
fiscal y la concesión de mayores competencias suponen el gran premio de
consolación.
En segundo lugar, en este panorama de
verdadera degradación política y moral, los casos de corrupción
generalizada, que afectan a todas las fuerzas del arco parlamentario,
constituyen aguijonazos cotidianos de malestar, pese a que la
“corrupción ilegal” tiene poca importancia respecto a la “corrupción
estructural”. Se ha difundido entre la población la idea de que
todos los políticos son iguales, pero bajo la misma no encontramos
grandes aspiraciones de cambio. No está en boga plantearse otra
forma de entender la política. Por el contrario se ha extendido la idea
de cambiar las cosas dentro de las instituciones, ya sea mediante
viejos partidos liberados de la costra clientelar que los asfixia, o
bien a través de nuevos nombres y caras. La nueva estrategia implica
priorizar la conquista del poder estatal, postergando y aplazando las
luchas sociales a la entrada en las instituciones de la dictadura. No
obstante, aunque esta estrategia diga hablar en nombre del pueblo, más
bien parece responder en sus términos a una confrontación de tipo
sociológico entre viejas y nuevas élites.
El paradigma cultural que comenzó a ser
quebrado por el 15-M estaba definido por un consenso en torno a las
grandes cuestiones económicas, políticas y sociales. Sólo podía
rebatirse la permanencia en la Unión Europea, por ejemplo, desde una
posición de marginalidad. Hoy ha quedado demostrado que estos acuerdos
se basaban en la ignorancia de la mayoría de la población con respecto a
su contenido y su alcance finales. Sin embargo, aún queda bastante para
lograr un cambio cualitativo.
En la actualidad, la política, por más
rupturista que se presente, sigue pasando en buena parte por el cauce de
las instituciones estatales, lo que supone aceptar de antemano unas
normas ya marcadas y actuar según su dictado.
A pesar del impulso del 15-M, el panorama no invita al optimismo. Dos ejes principales de la lucha de clases, como son el trabajo y el territorio, han sufrido escasas mutaciones.
En el terreno de la explotación, nos encontramos con una clase
trabajadora fragmentada, deprimida y aterrorizada, que se siente
afortunada si consigue un salario ridículo. A nivel estatal, el duopolio
sindical CCOO-UGT, pese a la animadversión generalizada que suscita, no
ha sido sustituida y sigue campando a sus anchas, secundada por un
conjunto de sindicatos corporativos no necesariamente mejor que los
mayoritarios. Los sindicatos a la izquierda, incluidos los libertarios,
no parecen capaces de salir del inmovilismo y ganar, al menos, un
terreno sustancial. Es de destacar también el frente de los
desempleados, donde no hay apenas noticias a pesar del paro galopante.
Al menos, sí ha ganado cierto peso el ámbito de la economía social y el
cooperativismo, así como su contraparte de las finanzas éticas.
A nivel de territorio, sí se ha vivido
cierto repunte de iniciativas como centros sociales y, sobre todo, la
organización obrera más exitosa surgida recientemente: la Plataforma de
Afectados por la Hipoteca y sus variantes. Sin embargo, el
asociacionismo vecinal continúa, en líneas generales, inmerso en la
pasividad y una falta preocupante de movilización, con poco sentido
global y en buena parte convertidas en estructuras esclerotizadas. Un
panorama que se ha renovado ligeramente gracias a las nuevas asambleas
de barrio surgidas en estos años, que aún no han conseguido convertirse
en un actor político a tener en cuenta.
Frente
a lo que señalan algunos burócratas de nuevo cuño, no hay un “techo de
cristal” que el movimiento popular no pueda superar, sobre todo cuando,
como el que tenemos actualmente, sus demandas muestran una extrema
moderación. De esta forma, incluso cuando conseguimos victorias, como la
de las mujeres sobre la contrarreforma de la Ley del Aborto, suelen ser
meramente defensivas.
Todos estos elementos conjugados, el
futuro próximo se nos presenta, y no es el escenario más terrible, como
una combinación de gobiernos que mantengan no ya el orden capitalista
sino el orden neoliberal, pero que a la vez realicen concesiones que
logren integrar al precario movimiento popular y la confianza en el
sistema sea restablecida.
Obviamente, no todo es culpa de los
demás. Los y las radicales, los y las anticapitalistas, quienes somos
conscientes de que los problemas sociales sólo se podrán solucionar
mediante una transición a la democracia basada en la libertad y la
igualdad, hemos estado muy por debajo de las circunstancias.
Si seguimos funcionando sin organización, sin reflexión, sin trabajo
serio y coordinado, no influiremos decisivamente en la realidad y ésta
nos rebasará.
Se hace necesario establecer otro marco y nuevas reglas de juego,
y para ello es imprescindible construir un pueblo fuerte como sujeto
que impulse las novedades: un pueblo que, atendiendo a la etimología de
la palabra política (conjunto de asuntos que conciernen a los
ciudadanos), retome las riendas de su futuro, participando en las
decisiones, implicándose en las luchas.
Sólo un pueblo fuerte se ha mostrado capaz históricamente de imponer nuevas ideas y constituir nuevas instituciones. Ha llegado nuestro momento.
http://apoyomutuo.net/crisis-capitalista-y-movimiento-popular-nuestro-momento/
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