Coherencia entre lo que pensamos y lo que hacemos, coherencia entre aquello que sentimos y lo que demostramos con nuestras acciones, coherencia entre lo que decimos y nuestro comportamiento diario.
La coherencia es una de nuestras principales bazas para mantenernos a flote en un mundo tan loco como el que vivimos. Pero también puede convertirse en nuestra peor enemiga porque no hay nada más descorazonador que habitar o transitar espacios donde la coherencia brilla por su ausencia.
Estamos imbuidos en un modelo social basado en la explotación de todos y todo, por parte de una pequeña porción de personas. Sin embargo, su juego está tan bien montado que esa explotación no se produce de forma directa y vertical (obviamente porque por simple cuestión numérica es imposible); sino que la dominación toma forma piramidal y, así, se consigue que la inmensa mayoría de personas participe del mecanismo, ya que automáticamente (gracias a la programación socio-educativa) tienen la necesidad de perpetuar su situación ante el terror que sienten por la posibilidad de seguir descendiendo en esa pirámide infernal de sumisión. La pieza angular de este esquema es la perversa idea de que para contrarrestar este terror, el ser humano se contenta con mantener sus condiciones vitales tal y como están, sin darse cuenta (o sin querer darse cuenta) que así sólo consigue perpetuar y ahondar en la degradación humana.
A nuestro alrededor todas las corrientes, las dinámicas, los vientos nos arrastran por el camino del abandono y la decadencia, por el camino del autoengaño en forma de salvación personal, de una falsa felicidad individual por comparación con el desastre de la mayoría. Este camino permite, junto a una conciencia crítica social ausente, vivir en una apariencia de segura felicidad basada en la inevitabilidad de los acontecimientos y, por tanto, en la imposibilidad de actuar para cambiar el curso de los mismos (al fin y al cabo nuestro propio destino). Esta estrategia de existencia, libre de toda carga moral para aquellos que se dejan arrastrar por esta corriente, pone de manifiesto unos de los rasgos característicos del modelo social actual: la hipocresía. Esta hipocresía permite criticar todo lo que teóricamente contradice la norma social inculcada desde la más tierna infancia (en sí misma el mayor ejemplo de hipocresía posible) y, al mismo tiempo, permite no emprender acción alguna para cambiar el estado de las cosas, quedando así en una permanente situación de decadencia como seres humanos. Una manera de estar muy similar a una especie de infantilización perpetua en la que siempre se acaba dependiendo de la figura de poder que todo lo dispone y decide.
Esta inacción ante una realidad que golpea duramente y de la cual somos plenamente conscientes, provoca una suerte de estado permanente de esquizofrenia social. Este es un estado totalmente insoportable, sin embargo en una sociedad degradada y sin capacidad de crítica, la hipocresía es la salida menos costosa (al menos en apariencia y en términos totalmente superficiales) para continuar deambulando por la vida sin cuestionarse nada más allá de la mera supervivencia.
Esta deriva de hipocresía e inacción arrastra a la sociedad por una senda que conduce inevitablemente a la destrucción de cualquier posibilidad de cambio y evolución sumiendo a la sociedad en una espiral de la que difícilmente se puede salir sin iniciar, desde lo más cercano, lo más personal un camino que ineludiblemente debe pasar por poner la coherencia individual en primer plano de nuestro modo de vida. Como decía, la coherencia nos permite mantenernos cuerdos en este loco mundo, condición indispensable para iniciar el cambio.