Pero no es solo un objetivo lejano o un espejismo, sino práctica cotidiana, materia viva. Está presente en cada impulso individual o colectivo de emancipación, en el éxodo y en el conflicto, en las zonas liberadas y en cada una de las grietas del presente, en la libre cooperación y en la solidaridad entre hombres y mujeres, en la afirmación de la autonomía frente a la autoridad. La anarquía, síntesis de conceptos y de prácticas de igualdad y libertad, como se afirma históricamente, es dinámica, abierta, experimental, susceptible de modificaciones, aderezada con nuevos horizontes. Firme en su esencia de antiautoritarismo, libertad e igualdad, pero cambiando de forma continuamente. Nunca igual a sí misma, difícil de definir y a veces malentendida y denigrada, tiene el corazón palpitante por los movimientos sociales contemporáneos más avanzados, que hacen de la autoorganización y de la ausencia de jerarquías su seña de identidad, y de la autogestión su propio método. Hoy la anarquía, contra cualquier fatalismo, caracteriza formas de resistencia y alternativas a la masificación de la explotación y del dominio de las sociedades contemporáneas. La anarquía es la única fuerza con posibilidad de lograr desgarros en un magma envolvente e insípido que neutraliza ideas e ideologías, siempre igual a sí mismo, estático en su eterno retorno a lo mismo, un sistema criminal y voraz que mata, explota y devasta.
Sin embargo, lo sabemos; la anarquía no es cosa de ayer. En los años setenta y ochenta del siglo XIX, los antiautoritarios italianos elaboraban su propia idea revolucionaria en oposición al concepto de lucha por la conquista del poder político tan querido por Marx y Engels.
Carlo Cafiero entendía la revolución como una ley natural. La sociedad, como la naturaleza, se caracteriza por procesos continuos de transformación, en los que el último estadio debe ser la revolución: un evento radical y violento para abatir al Estado y ser el vértice entre una situación de conflicto y otra de paz. Era esta una visión finalista, ligada a las influencias culturales positivistas de su tiempo, a la que también se unía un concepto de revolución como proceso abierto, no cerrado, continuamente preparado para renovarse en la lucha contra cualquier eventual autoridad que pudiera renacer tras la destrucción del Estado. En su pensamiento, al menos en germen, se podía ver la intuición del carácter potencialmente infinito de la acción anarquista que parecía presuponer una sociedad posrevolucionaria conflictiva y susceptible de ulteriores transformaciones.
La llamada de la conciencia
El egoísmo entendido como “sentimiento del yo” entre otras cosas era para Cafiero lo que inspiraba al hombre y lo que generaba dos leyes fundamentales coexistentes en el devenir humano: el principio de la lucha y el principio de la sociabilidad. Tal visión se corresponde curiosamente con lo que afirman algunos de los más reputados biólogos y naturalistas contemporáneos, según la cual la fuerza motriz del desarrollo humano es la selección natural “multinivel”, tanto individual como de grupo. Edward O. Wilson, en su obra La conquista social de la tierra, escribe que en el nivel más alto los grupos humanos compiten entre ellos favoreciendo los tratos sociales cooperativos entre los miembros del mismo grupo, mientras que en el nivel inferior los miembros del mismo grupo rivalizan en un modo que desemboca en comportamientos egoístas.
Poco tiempo después de Cafiero, a mediados de los años ochenta del siglo XIX, Malatesta publicaba su escrito La anarquía. El devenir humano, dice Malatesta, se ha caracterizado históricamente según los dos términos contrapuestos de egoísmo y cooperación. El primero es un residuo atávico del pasado, el segundo es factor de progreso. El egoísmo está destinado a desaparecer y este es el objetivo de la acción de los anarquistas. Tal visión progresiva de la evolución humana es hoy difícilmente aceptable.
Tras los terribles acontecimientos del siglo XX, sabemos que para el hombre no existe un camino lineal que conduzca del egoísmo a la solidaridad. Cada persona siente la llamada de la conciencia, de la ética contra la cobardía, de la verdad contra el engaño, del esfuerzo contra la renuncia. Egoísmo y solidaridad, lo que los biólogos llaman selección individual y de grupo, explican la naturaleza conflictiva de las motivaciones humanas. El espíritu de colaboración y la empatía son factores de evolución pero no son dados para siempre, son algo para conquistar y reconquistar continuamente. Nuestro destino es ser presa de grandes y pequeños dilemas, a la vez que a diario procedemos en zigzag en el arriesgado e indómito mundo que nos ha dado la vida. Tenemos sentimientos contrastados. Jamás estamos seguros de una línea de acción. Finalmente entendemos que nadie es tan grande y sabio como para no cometer un error descomunal, o una organización tan noble como para ser incorruptible.
Todos nosotros, sin excluir a nadie, transcurrimos, nuestra vida en conflicto con nosotros mismos (como dice E. O. Wilson en la obra citada más arriba).
Así, como en La revolución de Cafiero y en el Malatesta de La anarquía, hay intuiciones actualísimas y que parecen superar, al menos en parte, una concepción forzosamente ligada a su época. Malatesta escribía ya entonces que la anarquía no es el ideal absoluto ni la perfección, sino un método, un camino abierto a todos.
De esta forma, contribuía a afirmar una visión dinámica del anarquismo, cuya acción es potencialmente infinita porque infinitos son los ámbitos en los que actúa, y será necesaria una práctica antiautoritaria capaz de demoler esas dinámicas de poder y de nueva explotación que se rehacen continuamente.
Antonio Senta
Publicado en el número 302 del periódico anarquista Tierra y libertad (septiembre de 2013)